Tras la mediocridad de “El código da Vinci”, “Ángeles y Demonios”, y “La Conspiración”, y el completo desastre literario de “Fortaleza Digital”, me persuadí de no volver a leer ni una página más de Dan Brown. Pero al ver que acababa de editarse otro libro, el nuevo, el último, con esa portada tan bien diseñada, ese atractivo título (El símbolo perdido)… la tentación se arrebató de mi raciocinio,… vamos, que lo he acabado leyendo.
Y, para mi sorpresa, no está tan mal.
Para asegurarse la aceptación general, Dan Brown narra una historia tintada de misterios por resolver, enigmáticas logias, ciencia al límite de la credibilidad, narrada con ritmo voraz (y un estilo no muy pulcro, todo hay que decirlo), con pasajes enervantes y, de regalo, un mastodonte tatuado (el malo del relato) con ansias demoníacas.
La aportación estelar, a mi parecer, de esta novela, es la reflexión acerca del enorme potencial de la mente. Con la libertad que ofrece la inventiva narrativa, el autor salpica la historia de referencias a la influencia que tienen los pensamientos (al poseer masa) sobre el entorno, el poder del pensamiento colectivo, el respeto de las ciencias ancestrales hacia la capacidad de la mente humana (deificada en su momento, y malinterpretada posteriormente para generar la idea de un dios supremo ajeno al hombre).
Después de leer el libro, no sería de extrañar que algún religioso confundido se planteara hacer una resonancia funcional del cerebro para encontrar a su dios por ahí.