Hay cosas que es necesario reconocer. Y que nos encanta el sofá es una de ellas.
Ayer, un paciente con una ciática nada desdeñable, me aseguraba lo bien que le iba tumbarse en no sé qué posición en el sofá. Leí en ello un reconocimiento, quizá inconsciente, de sincero amor a su sofá.
Pensad en ese momento en el que, terminando el postre, nosotros lo miramos y él nos mira a nosotros. Es un momento de ternura, de sincera atracción. Una anticipación del momento en que caeremos entre sus brazos. O, más bien, entre sus reposabrazos.
Y pensad en esa posición tan retorcida en la que reposaremos durante, en ocasiones, bastante tiempo.
Cuando este «bastante tiempo» es muy prolongado, en ocasiones nos hace levantarnos casi pidiendo que nos ayude la grúa municipal. Pero generalmente esto no es así, y si lo es tampoco genera mucho recuerdo de dolor, ya que en breves horas repetiremos la experiencia. Muy pocas personas conozco que hayan renunciado al sofá.
La siesta en el sofá, además de un hito costumbrista digno de elogio, supera la educación mecanicista que augura demoníacos desajustes con la higiene postural por bandera y escudo de armas.
Me encanta, de hecho.
Es un primer paso hasta reconocer que un colchón un poquito más blando o un poquito más duro, o una almohada un poquito más alta o un poquito más baja, o una mochila un poquito más pesada o un poquito menos pesada, o una pantalla de ordenador un poquito más angulado o un poquito menos angulado, o una silla un poquito más reclinada o un poquito menos reclinada, o un reposapiés un poquito más caro o un poquito menos caro… que todo esto tampoco es quizás tan relevante.
Que, en vez de vigilar tanto todas esas historias generalmente relacionadas con estarse quieto, resultaría más oportuno sencillamente advertir que lo que hay que hacer es preocuparse por moverse más.
Opino, vamos.