Hace años, en época universitaria, me sentí poderoso al oír hablar de los plazos.Los había para todo, fracturas, esguinces, cirugías,… y sentí que mis capacidades de previsión de evolución en las lesiones, de generar acertados pronósticos, serían infalibles.
2 semanas de experiencia profesional bastaron para advertir la enorme variabilidad en la evolución de la reparación de los tejidos, y aún más en la remisión del dolor, para con ello convencerme de mi error.
Meses después, y gracias a un amigo que estaba acabando medicina, con sus apuntes del MIR, conocí esos algoritmos de toma de decisiones tan venerados según los modelos biomédicos, que tanto asemejan a los paneles informativos de las líneas del metro.
El «ironman feeling» volvió a mi. Hice acopio de literatura, reconozco que fotocopié hasta lo infotocopiable (recién salido de la vida est
udiantil mis recursos no daban para más), y estudié esos caminitos hacia la toma de decisiones que llevaban de los signos A y B más el síntoma C, de forma indiscutible, a la conclusión patológica D, cuyo pronóstico (¡oh, más plazos!) era E, y cuya opción terapéutica era F («F de fármaco, ¡qué cosas!), y, sólo a veces, algún G.
Si estos modelos parecían declararse tan exactos y útiles en casos como las infecciones por virus, los achuchones cardíacos, los cánceres y otros infortunios que mi amigo del MIR estudiaba con tenacidad, pensé que serían igualmente funcionales en los cuadros clínicos que, como fisioterapeuta, iba a encontrar en mi futuro profesional.
Pero entonces conocí a Paqui, una paciente con una fractura de Pouteau-Colles, indiscutiblemente quirúrgica según los algoritmos, e indiscutiblemente no operada según la evidencia y su testimonio, y la cosa empezó a tambalearse.
Volvió a hacerlo cuando leí la palabra «contractura» en 6 informes de pacientes con clínicas, según mi aún inexperto pero respetuoso juicio, increíblemente diferentes.
El tambaleo se tornó terremoto cuando advertí el brutal abuso del voltaren y el miolastan, ante toda dolencia músculo-esquelética.
Y la cosa se desmontó de forma irremediable cuando Jorge, un paciente intervenido de menisco hacía 2 años, entraba a mi consulta por primera vez con una cojera deplorable.
Algo fallaba, y me invitaba a ponerme las pilas.
Más que pilas, baterías y de las gordas, porque los astros que me circundaban parecían no ir a ponerme las cosas fáciles.
Ahí llegó la necesidad de invertir en estudio acerca del Razonamiento Clínico, de conocer los modelos biopsicosociales a la hora de comprender lo que acontecía en mis pacientes, de estudiar cómo funcionaban los mecanismos del dolor, de ampliar mis capacidades como administrador de movimiento terapéutico a los tejidos, y en general de olvidarme de palabras como patognomónico, y otros dogmas médicos antaño pilares de mi práctica clínica.
Quizás dentro de otros 15 años relate más cambios, pero al menos, de momento, estoy más tranquilo.