Una paciente hizo un día en la clínica un comentario peculiar al describir una experiencia acaecida. “Fue un dolor alarmante”, dijo. Me llamó la atención, siendo un viernes a última hora, en esos momentos en los que mis funciones cognitivas como fisioterapeuta ya van mermando ante la inminencia del fin de semana. Sin pensármelo demasiado (bocazas que es uno a veces) le repliqué “Más bien sería una alarma dolorosa”.
Al dejar caer dicha revelación temí haber metido la pata, principalmente porque la referencia de la paciente era en relación a algo anecdótico (hablaba de una pincha de viruta de metal que se introdujo en el zapato y se le clavó en el talón en el taller de su hermano), y para nada relacionado con el problema que le había hecho acudir a mi consulta. Y al haber abierto la boca, comencé a justificar durante 5 minutos la idea de que el dolor no alarma, es la amenaza la que alarma, y con ello el cerebro el que construye la experiencia de dolor, etc, etc.
Lo curioso es que la paciente reaccionó sin asombro, con naturalidad. No hubo ningún tortuoso ni frustrante “cambio de chip” en esa cabeza, asumió la información de forma pacífica, y demostró su perfecta comprensión al decir “Pues así debe ser, porque mi hermano llega a casa con 2 o 3 pinchas todos los días y dice que ni se entera cuando se le clavan. Y desde luego no creo que me hubiese enterado si hubiese chafado esa misma pincha en un sábado estando de fiesta”.
Feliz y contento (ya me veía a esas horas comenzando una sesión de neurociencia dirigida a alguien que comenzaba su rehabilitación tras una cirugía del cruzado de la rodilla), pensé que, amueblada la cabeza de esta forma, iba a ser difícil que esta paciente evolucionara de forma maladaptativa hacia un dolor crónico.
Y con esa tranquilidad exploré la rodilla de mi paciente.